miércoles, 6 de enero de 2016

REGLAS GENERALES DE LA IGLESIA METODISTA



La iglesia no es otra cosa que “una compañía de hombres que tienen la forma y buscan el poder de la santidad uniéndose para orar, para recibir la palabra de exhortación y para vigilarse con amor los unos a los otros, a fin de auxiliarse mutuamente en la obra de salvación”.
Así lo señalaba Juan Wesley, en 1739 en Londres, a las personas que parecían estar profundamente convencidas de su pecado y verdaderamente deseosas de su salvación. Así se originó la Sociedad Unida, primero en Europa y después en América.
Era visión, que todos los que continuaban en las Sociedades manifestaran su deseo de salvación:
PRIMERO:
No haciendo daño, evitando toda clase de mal, especialmente los más comunes, tales como:
      Tomar el nombre de Dios en vano;
      Profanar el día del Señor, ya haciendo en éste trabajo ordinario, ya comprando o vendiendo;
      Embriagarse, comprar o vender bebidas alcohólicas o beberlas, excepto en caso de extrema necesidad;
      Comprar, vender o poseer esclavos;
      Pelear, reñir, alborotar, pleitear entre los hermanos; volver mal por mal, maldición por maldición; regatear en las compras y ventas;
      Comprar o vender efectos que no hayan pagado los derechos;
      Entregar o recibir efectos a usura, es decir, a interés ilegal;
      Conversar frívolamente o sin caridad, particularmente si se habla de los magistrados o de los ministros;
      Hacer a otros lo que no quisiéramos que ellos nos hicieran;
      Hacer lo que sabemos no conduce a la gloria de Dios, como:

·           Ataviarse con oro y ropas lujosas.
·           Tomar parte en diversiones tales que en ellas no podamos invocar el nombre del Señor Jesús.
·           Cantar aquellas canciones o leer aquellos libros que no tiendan al conocimiento ni al amor de Dios;
·           Llevar una vida voluptuosa o demasiado regalada;
·           Amasar tesoros sobre la tierra;
·           Pedir prestado sin la probabilidad de pagar o recibir efectos a crédito sin la misma posibilidad.

SEGUNDO:
Haciendo lo bueno; siendo misericordiosos de cuantas maneras les sea posible, y haciendo toda clase de bien conforme tengan oportunidad, y en la medida posible, a todos los hombres.
A sus cuerpos, según su posibilidad que Dios les da, dando de comer a los hambrientos, vistiendo a los desnudos, visitando y socorriendo a los enfermos y a los encarcelados;
A sus almas, instruyendo, reprendiendo o exhortando a todos aquéllos con quienes tenemos relaciones, no dando oído a aquella máxima fanática que dice: No hemos de hacer bien, a no ser que a ello nos impulse nuestro corazón:
         Haciendo bien, especialmente a los que son de familia de fe o a los que gimen con el deseo de serlo; empleándoles de preferencia, comprando los unos de los otros, ayudándose mutuamente en los negocios; y tanto más, cuanto que el mundo amará a los suyos, y a ellos únicamente.
         Practicando toda la diligencia y frugalidad posibles, a fin de que el evangelio no sea vituperado;
         Corriendo con paciencia la carrera que les es propuesta, negándose a sí mismos, y tomando su cruz diariamente; sometiéndose a sufrir el vituperio de Cristo, y a ser como la hez y el desecho del mundo; sin extrañarse que los hombres digan de ellos todo mal por causa del Señor, mintiendo.



TERCERO:
Asistiendo a todas las ordenanzas de Dios que son:
         El culto público de Dios;
         El ministerio de la Palabra, ya leída o explicada;
         La Cena del Señor;
         La oración privada y de familia;
         El escudriñamiento de las Escrituras;
         El ayuno o abstinencia.

Estas son las Reglas Generales de nuestras sociedades; todas las cuales Dios nos enseña a observar en su Palabra escrita, que es la regla única y suficiente, así de nuestra fe como de nuestra práctica. Sabemos que todas ellas su Espíritu las escribe en los corazones verdaderamente despiertos.
Si hubiera entre nosotros alguno que no las guardare, algunos que habitualmente quebrantare cualquiera de ellas, hágase saber a quienes vigilan aquella alma, puesto que tienen que dar cuenta de ella. Le amonestaremos respecto del error de su camino, le soportaremos por algún tiempo; más si no se arrepintiere, ya no tiene lugar entre nosotros. Hemos librado ya nuestras propias almas.

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